Vida Comunitaria
“Después subió a la montaña y llamó a su lado a los que quiso. Ellos fueron hacia él, y Jesús instituyó a doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con el poder de expulsar a los demonios.”

Marcos 3, 13 - 16

Este texto nos recuerda los tres rasgos esenciales que configuran, interiormente y exteriormente, la vida religiosa: la llamada personal, la vida de comunidad y la misión apostólica. Tiene que existir siempre la vital integración y el equilibrio entre "amor de Dios", "vida de familia" y "pasión apostólica".

El amor de Cristo ha reunido a un gran número de discípulos para llegar a ser una sola cosa, a fin de que, en el Espíritu, como Él y gracias a Él, pudieran responder al amor del Padre a lo largo de los siglos, amándolo «con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas» (Dt 6,5) y amando al prójimo «como a sí mismos» (cf Mt 22,39).

La comunidad religiosa es fruto de vocación y relación con Dios: “no han nacido de la voluntad de la carne o la sangre, ni de simpatías personales o de motivos humanos sino de Dios” (cf. Jn 1,13) de una divina vocación y de una divina atracción y para una misión común, es un Don del Espíritu.

Con todo esto podemos afirmar que la vida comunitaria es el aspecto central e identificante de nuestra vida de consagrada en cuanto religiosas dominicas, tanto que podemos afirmar que "sin vida comunitaria no hay vida religiosa”. El art. 55 de nuestras constituciones nos recuerda que somos distintas, pero nos une: “La gracia de la vocación, la consagración religiosa, la común misión apostólica, la escucha de la Palabra de Dios y la respuesta común que damos al Señor”, que nace de la participación “en la experiencia del Espíritu”, vivida y transmitida por nuestra fundadora Madre Cherubine en nuestra misión dentro de la Iglesia.

Como los Hermanos Predicadores también nosotras llevamos vida comunitaria según los consejos evangélicos, castidad, pobreza y obediencia, celebramos diariamente la Eucaristía, rezamos juntas la Liturgia de las Horas de la Iglesia y procuramos el encuentro con Dios en la oración personal. Nos esforzamos por conseguir una profunda inteligencia de la fe por medio del estudio de la Sagrada Escritura y la enseñanza de la Iglesia y adoptamos la forma de vida conventual, actuando con fidelidad desde los cuatro pilares de nuestra orden dominicana, entregadas a disposición de la Iglesia a través del trabajo apostólico.

A cada una de nosotras está confiado el servicio del amor fraterno, de animarnos mutuamente en el caminar juntas, así como también el llamarnos la atención con delicadeza y benevolencia, en situaciones que obstaculizan el desarrollo personal y el crecimiento de toda la comunidad.

Los Consejos Evangélicos

“Para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn.10,1) Los tres Consejos Evangélicos, nos liberan para una vida en plenitud, y es de por vida orientación para la entrega total a Dios Trinitario en Jesucristo. 

Por el mismo Reino de los cielos, nosotras nos consagramos a Cristo, con generosidad y sin reservas, las fuerzas de amar, el deseo de poseer y la libre facultad de disponer de nuestra propia vida. (ET 7).

Disponibilidad por amor signo de Dios en el mundo

Voto de Castidad

“Hay quienes, por amor al Reino de los Cielos se quedan sin casarse. El que sea capaz que entienda”.

(cf. Mt 19,12)

 

La llamada de Dios a la castidad por el Reino de los Cielos, es un Don, una llamada de amor por parte de Dios, que cobra vida en virtud de la alianza de Cristo con su esposa la Iglesia (cf. Ef. 5 y Cor 7). Confiamos en que el amor al Señor en la castidad consagrada, nos permite realizar plenamente nuestra humanidad, dispone nuestro corazón a un amor total hacia Dios y hacia el prójimo, sobre todo a los más necesitados. Sabemos que se oponen a este camino las más profundas inclinaciones humanas, por eso nuestra entrega exige siempre de nuevo nuestro corazón indiviso (cf. Const. 29). Nos pide atención y cuidado, tanto en nuestro crecimiento personal como en la formación, así como apartarnos de lo que puede comprometer esa opción libre que hacemos por amor.

 

La castidad “cuando es realmente vivida, con la mirada puesta en el reino de los cielos, libera el corazón humano y se convierte así como en un signo y un estímulo de la caridad y una fuente especial de fecundidad espiritual en el mundo” (Et 14). Cuanto más nos dejemos encender en el amor de Cristo tanto más creíble será nuestra entrega al apostolado. La castidad en el sentido del Evangelio se ve totalmente realizada en María, la Madre del Señor, desde la Anunciación hasta la cruz, su vida está únicamente centrada en las cosas de Dios. Const. 32

La castidad nos posibilita para la amistad con Cristo y la cercanía a todos los hombres nuestros hermanos, puesto que el corazón no queda fraccionado para ser compartido, sino es con Jesucristo y desde Él que compartimos la existencia de todos los hombres. Los gozos y las alegrías, las tristezas y las penas de toda la humanidad, tienen cabida en el corazón de quienes consagran a Dios su propio corazón.

El don de la castidad se fundamenta en una elección divina, que lleva a una alianza especial de Dios con el hombre, hemos sido elegidas por amor preferencial de Cristo para imitar y seguir más de cerca sus huellas. La castidad en sentido religioso es un consejo evangélico, un voto religioso, una determinada manera de servir a Dios y también forma parte de la vocación religiosa. Se trata de renunciar a formar una familia exclusiva y concreta, para estar siempre dispuestas y disponibles a llevar la misión evangelizadora a todas las familias donde seamos llamadas, entregándonos totalmente a la Iglesia.


Señorío y libertad a todo, sin indiferencia y altanería

Voto de Pobreza

 

“Ya conocen la generosidad de Cristo Jesús, nuestro Señor, que, siendo rico, se hizo pobre por ustedes para que su pobreza los hiciera ricos."(2Co 8,9)

Jesucristo se ha entregado completamente a nuestra humanidad, anunciando a todos los mensajes del Reino de Dios, dedicado de un modo especial a los pobres, enfermos, pequeños y marginados (Const. 34). Por eso el fundamento de nuestra pobreza consagrada lo encontramos en la opción del Hijo de Dios que se despoja de su categoría divina y toma la condición de siervo por amor a sus hermanos (Flp 2,6-8). Por lo tanto, el voto de pobreza implica despojarnos de nosotras mismas para inclinarnos hacia las personas más necesitadas.

Como hermanas Dominicas, con una entrega abnegada queremos entregarnos llenas de confianza a la solicitud paternal de Dios, cuanto más pobres seamos de esta suerte, con mayor libertad y desprendimiento entraremos en el espíritu de Jesús, que ha proclamado bienaventurados a los pobres. En nuestra serenidad percibirán los demás que estamos en las manos de Dios con plena confianza, porque creemos en su reino de gracia y de amor (Const. 37). Solo el descubrimiento de Cristo como la única riqueza y el tesoro de nuestras vidas, nos dará la posibilidad de vivir la total confianza en Dios, la absoluta libertad ante los bienes y la entera disponibilidad para el servicio.

Configurarnos con la actitud de Jesucristo (Flp 2,5) hará de nosotras testigos y continuadoras de su misión, que consiste en llevar «la buena noticia a los pobres» (Lc 4,18). Nosotras en el seguimiento de Cristo participamos en su pobreza (Const 35), estamos al servicio de los enfermos, de los niños, jóvenes y ancianos, de lo más necesitados, dando testimonio del amor de Dios que se ha manifestado en forma humana como nos dice el evangelio de Lucas: “María dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no encontraron sitio en la posada” (Lc 2,7). Desde este primer momento, Jesús vive la solidaridad con los pobres, haciéndose uno con ellos. Mirándole a ÉL, reconocemos lo que exige de nosotras: desprendimiento, renuncia a los propios deseos e intereses y al propio bienestar. Sólo perseveraremos en esta entrega a los demás, en la medida en que permanezca vivo en nosotras el sentimiento de la presencia del Señor. (Const 40).

Forma también parte de nuestra pobreza el que experimentemos de cuando en cuando nuestras propias limitaciones. Ser pobres significa asumir de nuevo nuestra miseria compartiendo la pasión de Jesús que nos conducirá la Pascua Gloriosa. (Const. 41).

En el sermón de la montaña (Mt 5,1-12), que es la carta de identidad y proyecto de vida de Jesús, el Maestro llama dichosos a los que eligen ser pobres, porque esos tienen a Dios por su heredad. Son felices porque han puesto la confianza ilimitada en el Padre de misericordia. Son bienaventurados porque, desde ahora, son los preferidos del Señor. El evangelio según san Lucas nos invita a vivir con gozo y libertad ante todos los bienes, en él leemos: «No andéis agobiados por la vida, pensando qué vais a comer, ni por el cuerpo pensando con qué os vais a vestir; porque la vida vale más que el alimento y el cuerpo más que el vestido» (cf Lc 12,22-24). Si vivimos así la pobreza como Jesús, en espíritu y en obras, se convertirá en un signo de la esperanza que se ha de realizar en plenitud en el Reino del Padre. (Const. 42).

 

Libertad de disponer de nuestra propia vida

Voto de Obediencia

“Jesús les dijo: mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar acabo su obra” (Jn. 4,34),

Nuestra obediencia se funda en el amor de la Santísima Trinidad, por su forma de entrar en comunión con el amor trinitario y con la misma humanidad. El amor determinó al Padre a enviar al Hijo para salvar a los hombres, movido por el Espíritu, el Hijo se abaja y se hace hombre, movido por el amor se entrega a la voluntad del Padre hasta el incomprensible anonadamiento de la cruz, (Const. 43). Jesús lo afirma cuando dice «he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 6,38). La obediencia nace del amor, y el amor se expresa y comprueba en la obediencia, en el cumplimiento fiel de su voluntad. “El mundo ha de saber que amo al Padre y obro según el Padre me ha ordenado” (Jn. 14,31)

Su entrega de amor al Padre se convierte en regla de nuestra obediencia. En la medida en que lo más íntimo de nuestro ser se adhiere al espíritu de Dios, se hace posible esta obediencia, ella nos lleva cada vez más a la libertad del amor, que se entrega a sí mismo y se pone al servicio de los hermanos (Const. 43). El misterio de la obediencia se entiende desde Cristo, que obedece al Padre. “Como consagradas nos sometemos con devoción a la voluntad de Dios a través de mediaciones necesarias: Jesucristo, la Iglesia, las Constituciones y las hermanas que han recibido la autoridad de parte de la Iglesia. Tanto el mandar como el obedecer se funda en el amor del Señor. Así todas somos igual responsables ante Dios” (Const. 44).

La obediencia requiere disponibilidad para escuchar la voz de Dios, discernir y realizar su voluntad; es la expresión de una fe radical en el valor absoluto del Reino. Jesús lo afirma cuando dice a los discípulos: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34). “La obediencia vivida en el espíritu de Jesús, no esclaviza. Ella prueba y confirma nuestra libertad, con la que nos entregamos movidas de amor y de fe, aun cuando lo exigido supera los límites de nuestra existencia. Esta obediencia se funda en la fe, hace libre y ensancha el corazón y lleva a la humildad, pues sabe que vive no por sus propias fuerzas, si no por las fuerzas de Dios” (Const. 45).

En el camino de la obediencia consagrada nos guía el ejemplo de Cristo, que «Sufriendo aprendió a obedecer y, así consumado, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen a él» (Hb 5,8-9). El origen y fundamento de la obediencia en la vida consagrada, está radicalmente en esta obediencia de Jesucristo; una obediencia redentora. Por el camino de la humillación hasta la cruz, Jesús realiza hasta en los últimos momentos de su vida la intensión de su Padre. La obediencia como medio de cumplir la voluntad de Dios, nos une con el sacrificio de Cristo y nos introduce en su misterio de salvación. Es Él quien inspira nuestra disponibilidad a la voluntad del Padre para que también, a través de nosotras, se cumpla el plan divino de la salvación. “De este modo colaboramos con nuestra obediencia a la salvación del mundo” (Const. 52).

Puesto que hemos sido llamadas al mismo servicio, todos somos igualmente responsables en la obra que nos ha sido confiada, comprometiéndonos a obedecer a Dios, que se sirve de las superioras como autoridad humana. Él manifiesta su voluntad en los diferentes acontecimientos de la vida, en las exigencias propias de la vocación específica, en las orientaciones del magisterio eclesial, en las Constituciones, y también se expresa en las leyes que regulan la vida social.

Esta búsqueda personal y en comunidad de la voluntad de Dios y la realización concreta de ella en la vida cotidiana, es también la base irrevocable de nuestra vida. Animadas por el Salmo 143: «Enséñame a cumplir tu voluntad, porque Tu eres mi Dios; Tu espíritu bueno me guíe por un camino recto», pondremos todas nuestras fuerzas en el desempeño de las tareas que nos fueron confiadas, dispuestas igualmente a retirarnos de un cargo cuando lo exija el bien común. Una fe viva en Cristo nos hará libres y disponibles. (Const. 46).

 

“Que rápido pasa el tiempo, y que poco se puede hacer para Dios!”
by Madre Cherubine

Madre Cherubine